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La felicidad viaja en colectivo

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Por María del Pilar Surín. El colectivo. Lo usamos todos los días, y sin embargo no todos lo miramos de la misma manera. Puede ser hogar de muchas historias, cada quién que sube es una nueva, solo hay que limitarse a prestarles atención.

Un día de la semana, en la línea 60 pude ver al distraído que se pasó de parada; la enamorada que miraba por la ventana observando esa gotita de lluvia que iba cayendo por el vidrio, tal vez suspirando por algún amor perdido, o simplemente porque recién volvía de algún encuentro romántico (los destellos en sus ojos la delataban);  al vendedor ambulante que con mucha esperanza y paciencia ofrecía a los pasajeros lapiceras Bic o pañuelitos descartables; al señor mayor malhumorado que subió a los gritos exigiendo un asiento, mirando atentamente a ver si algún joven se “dignaba” a dejar lo que está haciendo para dejarlo sentar, a pesar de haberlo exigido de mala manera; a la persona respetuosa  que aunque estaba yendo cansada a trabajar, le cedía el asiento a cuanto ser humano lo necesite; a la que se olvidó la Sube y andaba rogando que se la pasen a cambio de unos billetes, y así muchos tipos de casos más.

Pero en la parada de Callao y Corrientes el chofer le abrió las puertas a un pasajero peculiar. Dicho ser, levantó su pierna cansada y con un suspiro eterno como el tiempo logró subir y  con la única mano que tenía libre pagó el boleto (muy precavido preparado con la sube en la mano). Cuando logró acomodarse el sombrero que llevaba puesto, se paró en el centro del lugar y dejó caer al suelo la funda de su guitarra, desnudándola como si la curvatura de la madera fuera la cintura del instrumento. Sus manos mostraban un historial de años, su mirada reflejaba el alma de un hombre cansado, su cuerpo exponía como el tiempo nos llega a todos, y a pesar de todo lo más llamativo era su sonrisa. Le faltaban tres dientes de frente, pero nunca dejó de sonreír a todos los que lo miraban de manera lamentablemente despectiva, dejando ver los hoyitos que lo acompañaban a cada lado de su boca,  que quizás  era su instrumento más preciado.

El ambiente se inundó por las buenas vibras que ese hombre transmitía cuando empezó a hacer sonar las cuerdas, acariciándolas como si de la piel de un bebé se tratara. Las personas, que por lo general suben a los colectivos mal humoradas porque están yendo al trabajo, o ansiosas por llegar a su casa, cambiaron rotundamente el gesto en su cara al escuchar los primeros acordes de la melodía.

El señor mientras tocaba la guitarra intentaba hacer unos pasos de baile, aunque un poco torpes ya que es complicado coordinar todo a la vez. Cantó canciones como “color esperanza” de Diego Torres, o “Cambiar el mundo” de Alejandro Lerner, aunque el repertorio célebre de ese trayecto fue “Celebra la vida” de Axel. La música es inspiradora para quién lo escuche y sobre todo para quien esté en un día muy agitado. Lo más extraño es que nunca pidió plata, sino que lo hacía por voluntad propia. De vez en cuando alguna que otra persona se le acercaba con un billete de diez pesos en la mano, y él no sólo lo rechazaba, sino que a cambio de su buen gesto, regalaba caramelos o señaladores con frases como “un día sin reír es un día perdido” o cualquier línea motivadora con algún mensaje positivo. Y no eran líneas creadas con una computadora, o impresas por la nueva tecnología, sino que eran palabras escritas a mano por el mismo.

Era muy lindo el ambiente que se generó ese día, todos intentando seguir el ritmo de la canción, o mirando la ventana sonriendo, tal vez acordándose de alguna persona, o algún recuerdo en particular que le generase la letra de la canción. “Piensa libremente, ayuda a la gente” fue la estrofa precursora de una lámina de agua en sus ojos, que cristalizaron el negro de sus pupilas. Sus ojos pedían ayuda a gritos, y tal vez no solo monetaria, sino afectiva.

Al lado mío viajaba una señora mayor muy bien vestida, cuyo bastón gastado delataba su ímpetu por seguir caminando. Me pidió que la ayudara a levantarse, y asumiendo que se quería bajar, la acompañé hacia la puerta del colectivo. Pero sus piernas tomaron otro rumbo, dirigiéndose específicamente hacia el señor músico. Se quedó estática mirándolo fijamente a los ojos, como si éstos fueran la ventana del alma y ella solo quisiera ingresar en él. Sorprendentemente el hombre dejó de tocar y estuvieron mirándose unos segundos, que al estar conectados el uno con el otro de esa manera, es muy probable que lo hayan sentido infinito. Con el tiempo sin correr, ella se lanzó sobre sus brazos, envolviéndolo con una dulzura que es imposible de transmitir. Un abrazo sincero, un abrazo donde sus almas se acercaron más que nunca, un abrazo donde no importaba que no se conocían, pero si importaba la energía que habían generado. 

“Gracias por tu magia, gracias por hacer de este viaje un recorrido lleno de luz” fueron las únicas palabras de la mujer al oído del músico. Ahí no importaron las brechas sociales, o cualquier diferencia que podían llegar a tener. Solo importaba la conexión que la música había generado en ellos. La señora se bajó llorando de emoción, mientas repetía la palabra “Gracias”. Que importante fue que hiciera énfasis en esa combinación de letras, es algo que muchas veces olvidamos decir, pero es un gesto cargado de energía positiva para quien lo recibe.

Y así acompañó a todos en el viaje, hizo 10, 15 paradas más y luego se bajó. Quizás a seguir tocando música, o a trabajar como seguramente lo hace casi cualquier persona ahí adentro. Pero lo que lo distinguió a él, fue que le dio valor al camino, haciéndonos olvidar nuestra meta…

Indiscutiblemente la música transmite y genera algo en las personas que ninguna otra cosa más podría llegar a hacer. La música es magia, solo para aquellos que saben escuchar…